Camino del puente: Sobre el nombre de la rosa

Sobre el nombre de la rosa (un cuento escrito en segunda persona)

Qué feliz te sentías este último tiempo. Imaginate: no más el traje, ni la camisa inmaculada, ni el nudo en la corbata y en la garganta. Dejaste de ser ese atuendo, tan peinado, prolijo siempre. Dejaste de vivir sincronizado con el reloj, en un mundo que te resultaba superfluo, donde reinaban las formas, las cosas, todo muy lindo sí, sí. Donde lo que amabas quedaba lejos, relegado para los ratos libres y siempre a las corridas.

Y el ruido del microcentro quedó definitivamente atrás. Definitivamente. Con él se alejaron también las luces estridentes de los carteles y edificios, y la velocidad impregnada en todo lo que te había rodeado durante los últimos cincuenta años.

Después de poner orden, porque siempre fue esa tu manera de hacer las cosas, y de algunas reuniones de despedida ¿despedida? ja, por fin, te subiste al auto. Y entonces sí, casi sin darte cuenta, pegaste un grito igual que cuando eras chico y saltabas de alegría, antes que te dijeran: “Carlos, por favor comportate, que no vivís en el medio de la nada”. Esta vez gritaste sin límites, lo habías hecho. Lo estabas haciendo.

Y automáticamente el tiempo empezó a transcurrir distinto. 
Un camino que parecía estirarse por delante, tu vida. Lo atravesaste dejando atrás imágenes, ya ni siquiera te parecían partes de tu historia, eran escenas de una película. De pronto, ya no eran. Ahora tu vida era todo lo que tenías: ese instante. Estaba ahí, alrededor tuyo, limitada sólo por el horizonte. Tu euforia, los miedos, la soledad también, los sueños, el pasado -porque ya era pasado-. Todo parecía rodar delante de tus ojos, mezclado. Parecido a esas matas de pasto seco que, cual ruedas gigantes sacudidas por el viento, esquivabas sobre la ruta solitaria en la zona de La Pampa.

Y luego de dos días de viaje, con algunas paradas -simplemente para “peinarte” como decía tu padre cuando iban a la costa- llegaste a tu paraíso, al sur del sur. Sin nada más que vos. Abriste los brazos, los ojos, dejaste que ese ser invisible y fuerte, capaz de hacer volar árboles, te sacudiera bien, te zarandeara haciéndote otro. O volviéndote vos. 
Hasta el aire se sentía diferente, frío, puro en la Patagonia. Idéntico a la primera nieve, nadie lo había respirado antes. Te quedaste así por una porción de tiempo parecida a una eternidad.

Liviano como una pluma, te sentiste pájaro, nube. La tierra volaba metiéndose en tus ojos abiertos al igual que en tu primera mirada, tal vez por eso alguna lágrima. Inmensidad, la nada, todo por hacer. Montañas y árboles golpeados por esa corriente helada que les daba cada vez una forma distinta, lo mismo que a vos. Cielo alrededor, lentitud, o el ritmo de la naturaleza, el sagrado. Silencio y aroma a tierra ¿Sería así la libertad?

Lo habías visto una sola vez, y desde allí a la escribanía. “Amor a primera vista, capricho, pónganle el nombre que quieran” le habías dicho al escribano, que te miraba con una mezcla de amabilidad fría y apuro. Tenía la sonrisa dibujada, para que firmaras de una vez la escritura pública y así poder continuar con el cliente que seguía. Como si estuvieras loco. Te dabas cuenta y no te importaba. Estabas decidido a cambiar, tenías con qué hacerlo. 

“A su edad, ¿está seguro?”. Justamente, a mi edad. Sino cuándo. No, no estoy seguro y eso me resulta de lo más atractivo. Si lo estuviera tal vez no me movería, así fueron todos estos años. Seguro.

-El viento lo atraviesa todo, señores, les habías dicho a tus empleados que te miraban asombrados pensando que tendrías arteriosclerosis o alguna cosa de la edad. Te reías solo recordando las caras, claro, eras el jefe, nadie dejaba entrever ni admiración ni reproche, simplemente asentían con tal que terminaras con esa cantilena y te fueras de una vez si era lo que tanto querías. Por suerte para ellos, y para vos -sobre todo-  habías procedido como correspondía y quedaban en buenas manos, mantenían la antigüedad y el puesto de trabajo, qué más se puede pedir. Habías hecho lo correcto y punto.

¿Qué más? te preguntabas ahora. La antigüedad, la obra social, el aporte jubilatorio, fundamental en este país en el que habías aportado siete veces la mínima porque podías y debías, ¡y sin embargo a la hora de los papeles… te jubilaste con la mínima!Y hacerle juicio al Estado ni loco, ¡si el Estado somos todos! Las palabras de tu viejo…

Qué te importaba ahora todo eso. Tus hijos habían quedado conformes, te fuiste en paz y lejos, ¡pero vivo!

Entre las pocas cosas que llevaste con vos, estaba el libro que te había regalado tu abuelo. El nombre de la rosa. Era como una bendición,  tener un pedacito suyo, una estrella alumbrándote. Y el viento en la cara otra vez te hizo acordar de no encender el cigarrillo en campo abierto. O sea, nunca más.

El silencio se interrumpió con el sonido de un galope apurado. Era el encargado de la estancia que se acercaba a recibirte, con las bombachas y pañuelo al cuello impecables, y el poncho que parecía convertirse en alas. Así me gustaría volar, pensabas. Se estrecharon la mano y cruzaron miradas, los dos igualmente atentos y cautelosos.

Sentiste eso en el estómago como cuando cambiabas de escuela, o el primer día de clases, señal de que estabas vivo y no era un sueño. Pisabas esa tierra e iniciabas otro camino, con la misma energía que un niño juega con un juguete nuevo.

No todo iba a ser fácil, claro está. Dos años después habías construido una pequeña casa en la que tenías menos muebles que en tu primera propiedad, y eran suficientes. La huerta soñada, hasta calefaccionada, un jardín de rosas, los peones cortando leña de la caída en el bosque que era tuyo y que rebrotaba cada primavera, con la condición de que no derribaran ningún árbol en pie. Mandaste a hacer el cartel de bienvenida y gracias por su visita, y te sentaste a esperar que vinieran los turistas.

Y en esa aventura llegó. No importa que no pudiera ser, porque era. Esa mujer te impactó no en la primera mirada, sino en las primeras palabras. Porque se conocieron sin verse, cuando consultó desde Buenos Aires para visitar la estancia con su familia y contrató los servicios, algo casual. Por esas cosas, que no son casualidades –según aprendiste en el campo-, entre charlas de plantas y de la vida, se fueron encontrando, cada vez más. De manera que al estar frente a frente (un poco te preparaste, como en las primeras salidas) se reconocieron. Viste cuando la mirás, la mirás a los ojos y decís: sos vos, en esas miradas que se te graban a fuego en el alma porque vienen desde siempre, y en un abrazo que no entendés cómo existió. Espontáneamente, era obvio. Si ya la conocías de antes, era tal cual la habías descubierto sin verla. Y era hermosa. 

El tiempo fue transcurriendo, cada uno siguió con su vida, nunca una mención a nada personal. Era suficiente saber que existía, que podías tener una conversación cuando fuera, reírse, celebrar las diferencias, las casualidades, la vida. ¨Me llamaste, justo pensaba en vos, ¿la familia bien?¨. Compartir los desórdenes, lo cotidiano de cada uno cuando se daba, y admirarse, simplemente eso. Lugares comunes, construir recuerdos. Esas charlas que cuando están ocurriendo te sentís feliz y querés que sean para siempre. Qué más. Algunos dicen que “el factor común que nos junta es siempre algún dolor…” Pero la verdad es que empezar a florecer, sí que no lo esperabas. De pronto todas las cosas parecían reunirlos. Y sin querer empezó a salir lo mejor de vos.

Y esa fue la gran lección. Seguir sin cambiar nada, con ese cuidado y delicadeza con que se trata a una flor, con la pasión en los temas, en los silencios, a través de un mensaje, hasta en cartas que podía leer cualquiera, aunque solo cobraban sentido para vos y para ella. “A tu edad, te parece… esas cosas no ocurren…”, diría tu madre. Sí, así de loco así de simple. Sin elegirlo, sin pensarlo, sin buscarlo. Sin necesidad de decir nada, porque no era necesario decir lo que existía, para qué ponerle un nombre. Habías leído alguna vez lo de la rosa, no hacía falta nombrarla para que lo fuera. Como un perfume flotando en el espacio entre los dos. Y todo lo que veías comenzó a tener una repentina belleza. Vivir la vida así, con ansias, celebrando despertar. Eso era todo. Esperando volver a escuchar la voz que te iluminaba, cambiar una mirada otra vez y quizás otro abrazo para eternizar el momento, volverlo real. Para qué más. Para eso habías venido hasta acá, ahora entendías aquello de los actos del universo, que son mágicos.