Camino del puente: El espacio intermedio

El espacio intermedio

Recuerdo esa tarde.

Atravesé el aire helado con el brazo, dejándolo durante unos segundos suspendido perpendicular a mi cuerpo. Como una barrera congelada, rígida, un poco como yo. Trazando un límite. Necesitaba que me viera y frenara.

Se detuvo con un chirrido. Trepé rápido por la escalera, como si subiera desesperada a un escenario. Y ese trayecto de segundos se convirtió en la entrada a otra dimensión. El mundo quedaba abajo y el tiempo empezaba a transcurrir distinto. Era otro. Y yo, de alguna manera, también.

Cada escalón estaba iluminado por pequeñas luces violetas y ámbar. Una vez adentro, la música era tan fuerte que poco a poco se fue metiendo como una intrusa entre mis pensamientos, golpeando contra las paredes de mi cabeza cansada de pensar. Dije gracias y buenas tardes, estaba helada, tal vez por eso mi voz debe haberse perdido en algún lugar de ese túnel lleno de gente.

El aire súbitamente era distinto. No más el hielo que había respirado varios minutos antes junto al cordón de la vereda deseando acelerar el tiempo, ¡el tiempo!, y no enfermarme. Ahora era una mezcla de aromas, no se podía elegir cuál respirar, era así. Una mujer desarreglada sacaba cada tanto un pañuelito arrugado de su mochila y lo mojaba en un frasco de perfume, se lo acercaba a la nariz, y a la del niño que la acompañaba y dormía junto a ella en un asiento de dos. Tampoco él podía elegir. También había olor a desinfectante de pisos. Y a comida: un hombre abría un paquete de papel madera y sacaba un sándwich que comía con ganas, tambaleándose como una hoja apenas agarrada a una rama, entre los demás. Simultaneidades.

Como pude, crucé algo más de un metro entre gente apretada, y con las manos aún temblando por el frío, pasé la tarjeta por el lector. Podría no haberlo hecho. Era como estar en una reunión donde cada uno estaba en lo suyo. O donde todos parecían ciegos y sordos, y algunos eran mudos. O insensibles. Raro, todos amalgamados allí, como los perfumes, sin querer. Universos mezclados. – ¡Como sardinas!, gritaba una señora que tenía voz, desde el fondo.

Guardé la tarjeta ya sin crédito en mi billetera, ejercitando el equilibrio que tanto me costaba. Fue bueno haber ido a la clase de yoga, me acordé de la práctica… dí unos pasos con dificultad hasta quedar literalmente estancada a mitad de camino. Me aferré con una mano a la correa sobre mi cabeza, como si fuera la vida. No había posibilidad de caer, ni de movimiento alguno. Una señora dormía profundamente en un asiento de uno, parecía que soñaba. La bella durmiente. Una chica se acomodaba el gorro de lana y miraba de costado a un chico joven que disimuladamente la contemplaba y luego cerraba los ojos. Estaban vivos. ¿Viajarían todos los días juntos a esa hora, casualmente, o sería la primera vez? ¿Se enamorarían durante el trayecto, igual que les había pasado a mis padres en el tren muchos años atrás?

Un salto y las luces violetas del frente parecían estallar más intensas, como la música que por momentos se fundía con el sonido de las frenadas y los bocinazos. Dejar pasar los pensamientos, como una meditación.

En el primer asiento había una mujer embarazada que se agarraba la panza con los dos brazos, instintivamente, y miraba a su alrededor parecía que buscando a alguien que se solidarizara con su preocupación. Aferrarse a la vida, cuidarla, eso era.

Si bajaba la vista, entre muchos pares de zapatos, la mayoría gastados, llegaba a ver partes del piso de goma mojado. Al menos parecía limpio. Entre los corredores que formaban las ranuras había algo de espuma y agua, como ríos. Un señor los señalaba y con la expresión se quejaba. Por ahí corrían escapando mis pensamientos. No quedaba lugar. Desbordada.

Cada tanto un timbre agudo interrumpía el sueño de algunos, y me desconcentraba de la canción que latía dentro de esa caverna de metal y vidrio. Y en la cabeza de cada uno, estoy segura. Bella seguía durmiendo, me preocupaba si no se pasaría de su destino. Como nos ha ocurrido a otros.

Brillaban igual que estrellas en la penumbra las manijas y agarraderas sobre cada respaldar. Metálicas y frías, parecían esperar las manos que día a día se aferraban a ellas dándoles sentido. Manos temblorosas, otras más cuidadas, grandes, toscas, de pianista, chiquitas. Algunas limpias, otras sucias, anónimas, se sucedían trazando una red infinita. A veces un rayo, se tocaban. El viaje era un continuo acelerar y frenar de golpe. Casi como vivir. Algunos saltaban sin protestar. Otros cruzaban miradas de disgusto en silencio, cada vez que trastabillaban. Por más que gritaran no iban a ser escuchados. Había algo más fuerte que tapaba todas las voces.

La chica embarazada debía tener los brazos acalambrados ya. Cerré los ojos durante algunos minutos. Palabras, ideas, imágenes, pensamientos sin freno. Para no marearme, volví a abrirlos. Sentía algo en el estómago. El vacío, la velocidad. Soledad, como aquella estancia llena de pena…

El nene se levantó del asiento, medio dormido, y al ir hacia el fondo se descuidó, una frenada y al piso. Encima la mujer del frasco de colonia y el pañuelo le dio un sacudón porque se había manchado los pantalones con el producto del piso ¡Uf, y con mis pensamientos desordenados! Hubiera querido ayudarlo, pero no podía moverme. Estábamos presos, atrapados antes de la salida. Las luces violetas resplandecían y llegaban hasta el fondo, aunque no podía ver al final más que una masa uniforme de cuerpos sin rostro, o con rostros sin expresión.

La música atravesaba el espacio reuniéndonos. Cerré los ojos otra vez, me dejé llevar tomada de esa cuerda, mi vida en pausa. Estirando el brazo hacia el universo me sentía más alta, y mejor, cerca del cielo. Había algo en el aire. Pero con cada frenada volvía como se vuelve de un sueño. La música no era tan mala. El chofer estaba entre banderines y cortinas con tachuelas y borlas doradas. Si le preguntaban algo, las palabras caían en un pozo, precipitadas al vacío y se perdían para siempre. ¿Estaría desarrollando su don? ¿Y los demás? ¿Yo?

Una joven se quejó porque había subido un hombre grande y nadie le daba el asiento. La indiferencia reinaba. Igual que el conductor allí en lo alto. El señor mayor le agradeció y le dijo: -No te preocupes querida, que puedo. Ella se sonrojó, casi seguro avergonzada. Estaban vivos.

Justo la ventanilla cercana estaba apenas abierta y podía respirar aire fresco del mundo allá afuera, aunque estuviera helado. Me mantenía conectada. Ya no sabía si quería llegar o seguir ahí, suspendida de esos hilos que me llevaban y me traían. La chica joven y hermosa seguía mirando cada tanto al chico, como en una película. ¿Hablarían? ¿Hacía falta? Tal vez era una casualidad y punto. Frenada otra vez. Una mujer grande se pintó los labios antes de bajar, entre las olas de gente, y se puso un spray con perfume a lavandas creo que por todo el cuerpo. Era difícil respirar.

Oscureció completamente y entonces las luces parecían las de un circo: destellos lilas, azules, amarillos dibujaban un laberinto entre los espejos de adelante y los del costado. Me perdía. Y el chofer como un rey en su sillón con tiras de colores que en verano debían hervir. Si era su don, bien por él. Un gatito dorado movía la cabeza a veces más rápido y otras se quedaba trabado, pero en algún pozo revivía.

Empezó a llover. Percusión entre las estrellas por las que viajaba. Millones de gotas pequeñas, pedacitos del cielo se deslizaban sobre el vidrio. Dibujaban caminos únicos, como los nuestros. Cada una buscando un recorrido. Sincronía perfecta. De pronto dejé de escuchar. Estaba lejos, pero no ciega por suerte. Siguieron tejiéndose las historias, me acostumbré al aire enrarecido. Imaginaba a la gente afuera cubriéndose con los paraguas, con sus abrigos, algunos seguro abrazándose, barquitos de papel de diario y los autos salpicando al pasar por los charcos, rompiendo espejos.

Al acercarme a casa, fui una contorsionista hasta alcanzar el fondo de ese lugar que distaba de ser un hogar, pero nos cobijaba durante un período x, sin posibilidad de elección. Si no, quedaba caminar, o el que pudiera, un taxi. Estiré mi brazo libre y ya descongelado para presionar el timbre, sin éxito. Estaba lejos aún. Inalcanzable, tal como los pasajeros con los ojos perdidos en sus historias. Un poco como yo. Sin voz, sin miradas. Cuando alcancé el botoncito, el sonido aparentemente no fue escuchado por el chofer que seguía fijo en su trono de plástico. Entonces lo hice: le pedí a quien tenía al lado por favor pasar el mensaje hasta que llegara adelante. Y el hielo se rompió, jugando. Y me bajé varias paradas después de la mía, ya no importaba.

Tan sólo unas palabras nos volvieron humanos, jugando como niños. Finalmente descendí intercambiando sonrisas con compañeros de viaje. Todo ocurre para algo –pensaba, ya de vuelta en el mundo, pero otra- mientras disfrutaba de la lluvia corriendo por mi cara, dibujando caminos, y mojándome el cuerpo como una bendición, fría. Caminé feliz, con el pelo enrulado, respirando hondo. Ya no pensaba. Como en el mar. Y al doblar la esquina, un poco más despeinada de lo habitual, empecé a dejarme llevar por el viento. Liviana, de la misma manera que cuando jugaba a ser un hada con alas invisibles. Recuerdo esa tarde: había algo en el aire, ahora sí. Me pareció que volaban panaderos o estrellas, no podía ser, pero pensé deseos. No resistí nada más.

Fue allí donde mis latidos hallaron por fin el propio ritmo, mi voz su tono, la prisa el paso justo. Ya no sentía frío. Fue ahí, con el sonido más bello en los charcos de lluvia, en el espacio entre los reflejos de las estrellas y las luces de los carteles, donde nos encontramos.