Calle de los recuerdos: No me olvides

¨Niña recostada contemplando el cielo¨

No me olvides*

Camino. Como los días y las noches, mis pasos se suceden siguiendo un orden predeterminado. El movimiento comienza mecánicamente en la cadera ¿o en mi cerebro? Tal vez parte del corazón. Quién sabe.

Miro hacia abajo para no tropezarme. Hay mucha gente que camina apurada en el microcentro porteño. Y, como siempre, algunas veredas rotas. Mis piernas se alternan, la regla es automática: izquierda-derecha, izquierda-derecha.

Y mientras voy, pienso.

El cordón de la vereda que contiene la manzana, repetido en la siguiente cuadra, en la de enfrente, y en la que sigue. El orden de las baldosas, las juntas entre ellas, los cuadraditos. Hay grandes, medianos, pequeños. Y entre la vereda y la calle, en las esquinas, las alcantarillas donde creía que vivía el sonido del mar. Veo aparecer cada tanto las tapas del agua, circulares, con letras en relieve, como planetas perdidos orbitando entre tantos pies y rumbos distintos, o iguales. Quizás sigan un plan.

Escucho mi voz de niña: “Sin pisar las líneas”, “Sólo por las blancas” o “Sólo por las negras”. Salto cuando cambia el dibujo, algo antiguo me impulsa. Algunos me miran.

Como si mi memoria supiera, sigo una secuencia: mi vista pasea entre los dibujos de la vereda y los números de color negro sobre los óvalos blancos enlozados en las entradas de los edificios: impares a la ida, y cruzando, los pares a la vuelta. Rectángulos, cuadrados, rombos. Geometría urbana. Las calles de Buenos Aires, retazos, trayectos de mi infancia.

Me vuelvo pequeña otra vez. Entonces mientras voy, vuelvo.

Entre el 400 y el 1000 de la calle San Martín está contenida casi toda mi historia.

Los días de la semana: de lunes a viernes la escuela, a 100 metros de casa cruzando hacia un lado por la calle San Martín, pegada a la Semillería Diharce. Martes y jueves a las 18 hs. por la misma calle hacia el otro lado, también cruzando, 100 metros hasta inglés, pasando por el negocio de papá. “Cambio, cambio” el sonido parece todavía suspendido en el aire, como el smog. Enfrente del instituto de inglés, el reloj que veía desde la clase, marcando siempre las seis. Los miércoles, unas cuadras más, todo por San Martín, a las 17 hs. la clase de música.

Los domingos a la mañana, desde casa doblando a la derecha por Tucumán hacia el Bajo, caminaba otra ciudad, de corazón detenido y calles desiertas. Otro orden. Podía contar la misma cantidad de pasos o de saltos hasta la panadería Pesce, sobre las baldosas rectangulares enormes, o medirlas con los pies. Algunas tardes, derecho desde casa hasta la plaza San Martín, llegaba hasta el número 1000 de la calle. El emblemático Plaza hotel doblando una cuadra a la izquierda hacia Florida, con las banderas flameando, siempre dispuestas igual. Al llegar al parque y mirar hacia arriba me sentía más pequeña y el cielo parecía un mosaico lejano entre las copas de los árboles, sus ramificaciones trazando un dibujo sagrado. Recuerdo hamacarme, hasta sentir el sonido agudo de los hierros y esa cosquilla en el estómago, desafiando la ley de gravedad. Me gustaba despeinarme un poco, descubrir las estatuas y espiar con inocencia las que me daban pudor, esos desnudos casi reales, que replicaban un canon de proporciones y belleza.

Salir del orden a veces hace falta, como una bocanada de aire fresco.

Siempre abstraída contando las baldosas, las figuras, la rayuela, empezando de vuelta cuando me chocaba con alguien.

Me ocurre lo mismo ahora. Escucho una bocina y pierdo la cuenta, comienzo de nuevo. Un pájaro me distrae, lo sigo con la mirada, vuelo con él, sin reglas. Otra vez, la libertad me tienta, disfruto no saber qué va a ocurrir, qué voy a hacer al momento siguiente, como cuando iba al mar en las vacaciones. Esas tardes eternas de siestas de los grandes, descubriendo el mundo mientras esperaba que pasara el heladero. Entonces, el día era más largo y los relojes parecían dormidos, como la ciudad los fines de semana. El mundo se quedaba quieto todo el verano y yo crecía en un tiempo que era otro, y volvía “más repuesta y con la tez trigueña”, como decía mi tía Hilda.

Las gotas de lluvia golpean los techos de los autos y los paraguas: tap tap tap, armonía –pienso- como las notas en el piano. El sol reaparece al final de la calle y veo dibujarse un puente de colores que sigue siempre el mismo diseño, como en la caja de Faber Castell. Inmutable.

Sigo. Recuerdo lo que aprendimos aquel día en la escuela, la combinación de cromosomas exacta en el origen de la vida, los dibujos de las neuronas. Los renglones en el cuaderno, los números, las letras, las palabras. Todo sigue un ritual. Hay órdenes que están bien. Los pensamientos… ¿Y las ideas? Ahí pienso que interviene el hada madrina con la varita mágica de dones para saber cuándo debe cambiar la secuencia.

Me apuro, quiero ver otra vez el cambio de guardia de los granaderos en la plaza San Martín. Me vuelvo niña, piso la línea, tengo que empezar de nuevo. Llego. Los mismos movimientos, repetidos una y otra vez, igual que entonces, la ceremonia calcada como en un Simulcop. Como cuando era pequeña, me asombran la perfección con que brotan y florecen las plantas, la sincronía de los pájaros que aparecen en cada estación y momento del día, como los trenes que parten de Retiro, programados en esa gran cartelera negra, alta, a la que todos miran como se adora a un Dios.

¿Y si desapareciera el orden? Como le pregunto a papá ¿Caeríamos al vacío?¿Seríamos más felices? ¿Aprenderíamos a adaptarnos?

La rotación y traslación de la Tierra, todo sucede según un plan sagrado, mientras camino. Acaricio con la mano los pétalos de flores celestes sobre las barandas blancas de cemento que rodean el parque. Hay parejas que se besan, eternamente, desde que yo era chica. ¿Será eso el amor? Me siento un minuto en el pasto. Me pego una No me olvides sobre la ropa, como un prendedor, del lado del corazón.

El ruido en la calle y la velocidad que adquiere todo de pronto me sacan de mi orden. El corazón se acelera como los autos, siempre a esta hora. Todos quieren volver a casa, los pájaros también. Como un instinto. Empieza a oscurecer y, literalmente, dejo de ver. Necesito salir de donde estoy, volver. Siento esa añoranza de estar al abrigo, ya fue suficiente con algunos saltos y el columpio. Los sistemas del cuerpo son sistemas, cuando se desordenan empiezan los problemas.

Camino rápido del 1000 hasta el 500 y pienso, ahora por la vereda par. Llegando a casa cruzo, el equilibrio vuelve. El corazón se aquieta como el de un bebé cuando lo acunan. Será por la No me olvides.

El edificio, los timbres ordenados sobre el tablero de bronce que lustra el portero, las letras en vertical, las cifras en horizontal, perfectamente organizadas. Como en una batalla naval. Me veo corriendo y riendo a carcajadas, jugando a tocar timbre apoyando la mano entera varias veces sobre todos los botones de metal. ¡Estoy alterando el orden! Hay un tirar y aflojar, como en los juegos. ¿Habrá un punto exacto de balance? Ser ordenado o desordenado… ¿Será como luz y sombra, como elegir una carrera cuando sea grande, una cosa o la otra sin intermedio? ¿Habrá grises?

El piso de damero blanco y negro, blanco y negro infinito como rombos de papel glasé brillante, perfectamente combinados. Lustrado con vetas que también siguen un patrón. El ascensor, la puerta de reja con otros rombos igualitos que se abren y se cierran, chirriando, y los números de los pisos de abajo hacia arriba, hasta el botón de la alarma, que “no debe tocarse” salvo una emergencia o cuando algún gracioso (o alguna niña rebelde) se sale del reglamento y el portero protesta.

Siempre la misma cantidad de tiempo hasta llegar al último piso: “Séptimo”, repito, como decía el ascensorista. Tener contados los minutos como los pisos, conocer lo que viene, me da seguridad. Toco el timbre.  Puedo predecir el sonido de la puerta al abrirse, con el cencerro colgado del otro lado: Clang, la música reverberando como si viniera de un gong, y el silencio luego como en las partituras, con la misma duración. Los libros en la biblioteca, se dónde encontrar cada uno. La jarra con flores que parece pegada sobre el mantel en la mesa del living. En la cocina, las especias están como expuestas en los frascos con su nombre. Mi madre detrás de cada detalle. “A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar…”, la primera canción que aprendí en la escuela. Conozco bien el terreno, eso me ayuda a avanzar sin tropiezos. Pero a veces necesito un espacio para el miedo: me gusta sentir el vértigo como una puntada que me dice que estoy viva, al balancearme… como si saltara de un acantilado, pero me salvo. Experimentar la libertad por un instante, y poder volver. ¿Qué será mejor? ¿Habrá una respuesta para todo, estarán escritas, ordenadas como en un diccionario? Creo que lo natural sigue un orden: las ramas de los árboles cuando trepo, los pétalos de las flores, las estrellas.

Mamá es sobrenatural, lo supera. Me gustaría ser como ella, saber dónde está todo, tener las respuestas para cada pregunta. Ella puede con lo que sea, tiene esa capacidad de hacer de mi mundo (y creo que también del de papá) un sitio seguro, cuidado, previsible. La disciplina es buena para muchas cosas, aunque en el fondo sé que alguna vez me voy a lanzar hacia lo desconocido y voy a abrazarlo, voy a dejar que el corazón cambie de ritmo, que se desordene y ruede como yo en el pasto hasta encontrar la propia cadencia.

Antes de la cena debo bañarme. Después de saludar con un beso, cuento los pasos sobre la alfombra crema hasta mi habitación. Ahora son muchos menos. Salto las solías de bronce dos veces, cierro los ojos y pido siempre el mismo deseo, para no tener mala suerte. Voy a mi cama de niña. Me hago chiquita otra vez bajo las sábanas planchadas, me dejo envolver por la colcha Palette color caramelo y el cubrecama de cuadraditos de colores tejido al crochet por la abuela Juliana. Dejo el velador encendido. Me quedo dormida como antes, con las dos manos bajo la mejilla mirando a la muñeca de novia, que ahora parece más pequeña.

Sueño que soy grande y que vuelvo a la casa de mi infancia. Camino y cuento miles de veces las

líneas de las veredas de Buenos Aires. Toco algunos timbres, corro, me río, llego hasta la plaza,

soy libre por un rato y vuelvo antes de que sea totalmente oscuro.

Me despierta la voz de papá en el pasillo, es la mañana:

– ¿Alguien vio mis anteojos? ¿Pero adónde los habrán puesto?

Y mamá que se los trae corriendo desde la cocina, por la puerta vaivén:

-Si los dejaras en su lugar.

Miro mis manos diminutas. Pienso: cada dedo en la tecla exacta en el piano. Do, re, mi, cambio otra vez al pulgar, fa, sol, la, si, do. Ese orden está bien, como el de Fibonacci, naturalmente.

Quiero sentir la adrenalina de no saber qué va a pasar. Hamacarme fuerte, despeinarme, saltar al precipicio y sentir vértigo. Caer rodando por un techo, llenarme de abrojos, volver con las manos sucias de tierra de jugar con barro.

Es miércoles, hoy luego del colegio voy a música. Siento que la cama es enorme otra vez. Me desperezo. Me alegro. Hay una florcita celeste sobre la almohada.

* a mi niña interior