Camino del puente: Rincones para sentarse a leer un cuento (algo de Oriente)

El compromiso*

La tarde se apagaba lentamente al ritmo sagrado del universo. Ella seguía allí, inmóvil en medio del caos. Sentada hacía horas, Fur Sar Chir no se había sacado el abrigo y tenía la cartera entre las manos. Como una estatua en el andén de la estación de Badaling. Iba a esperar, según lo acordado. El valor de la palabra, el compromiso. Había llegado temprano desde Beijing, seis estaciones. Era mejor ir con tiempo.

Se sobresaltó con el sonido de las sirenas de las ambulancias mezcladas con el ir y venir de los trenes y de la gente. Sintió un aleteo de pájaros que anidaban en la columna sobre la cual había apoyado la espalda toda la tarde. Levantó la cabeza y al volver la vista, vio una figura: ese hombre corría entre la multitud, se acercaba a ella en cámara lenta, como en una película. Estaba empapado, tenía la cara sudada, la ropa manchada, los ojos bien abiertos como tratando de registrar todo, buscando. Llevaba una cámara de fotos colgando y algo en sus manos que no podía distinguir.

Li Yuen Ting tenía organizado el viaje. Debía llegar desde Shangai a Badaling, la ciudad de la Gran Muralla. No tendría mucho tiempo en la estación. Vería a la mujer, le entregaría el dinero convenido, un libro y el cuaderno donde encontraría todo lo necesario. Cinco minutos serían suficientes para el intercambio. Enseguida la esperaba un viaje aún mayor, que sólo podía imaginar como si fuera a adentrarse en un gran pozo.

Su rostro era aún joven y bello. La piel, traslúcida como un velo, cubría su historia. La que guardaban sus ojos oscuros, la que sellaba su boca “en forma de corazón”. Así le decía su padre cuando era niña. Lo recordaba con ternura. Pese a que se lo habían arrebatado demasiado temprano, las memorias eran cercanas. Su delgadez la hacía parecida a una alondra, decía su madre. Esta vez sentía que más que un pájaro, era una pluma que en cualquier momento el viento podría llevarse. Pero debía ser fuerte.

“Estimada Sra. Fur Sar Chir, en este cuaderno encontrará lo necesario. He tratado de consignar los detalles importantes…Mi madre usa audífonos, por favor es imprescindible que a pesar de su resistencia se los coloque cada mañana cuidando regularlos para no aturdirla. Ella necesita estar comunicada, sabe que usted la cuidará este tiempo, pero no sabe lo de mi esposo. Por favor evite cualquier noticia que pudiera hacerle mal. No la resistiría. Su corazón ha sido fuerte pero ahora es muy frágil. Le ruego que la trate como a una flor. Le pido todo ésto con mi amor de hija y, aunque la vida no me ha dado hijos, también con un amor inmenso como el de una madre, hacia mi propia madre. Ella necesita cuidados. Confío en que usted es una buena enfermera, como indican su currículum y sus referencias. Podrá con lo técnico. Creo firmemente que usted es un buen ser humano. Cuando debía alejarme de mi hogar, mi madre me contaba que pedía que sólo me cruzara con buenas personas. Hoy ese es mi deseo para ella. Necesita presencias amorosas. Cuando pueda y ella se lo permita, abrácela, como si fuera yo. No la dejaría si no fuera por esta circunstancia tan penosa. No puedo abandonar a mi marido. El deber me pone en esta encrucijada. Los medicamentos quedaron en una caja, en el placard de su habitación. La llave del placard está en la repisa de la cocina, junto a la heladera. Verá el listado, cuál debe darle, la dosis y con qué frecuencia. Las llaves de la casa están en el sobre con el dinero.

Le gusta mucho la fruta, he encargado en el puesto frente a nuestra casa, que cada día le entreguen dos frutas, una para ella y una para usted, las que estén más sabrosas y frescas. Come verduras y pescado. Carne sólo una vez a la semana, todo debe ser sin sal, por favor. Azúcar puede.

No olvide leerle todas las noches, este libro es especial para ella y para mí. Será una manera de mantenernos juntas.

Trate de que se ocupe con las plantas, le gusta sentarse y mirar por la ventana a los pájaros que visitan el jardín y se acercan al bebedero. Allí, sólo agua con azúcar, nada de harinas, les harían mal.

Si le pide el tejido, ayúdela, sufre si pierde un punto. Me contactaré con usted ni bien pueda. He dejado dinero extra en la misma caja de los remedios, para pagar las cuentas durante el primer mes, ya que no sé por cuánto tiempo me ausentaré. Necesita asistencia para casi todo. Recuerde tratarla como a una flor.»

Li repasaba sus notas con un leve temblor en las manos, pero entera. Concentrada en no olvidar nada fundamental. Cada tanto agregaba con lápiz, entre líneas, alguna indicación: “…cuando la bañe, por favor, que no tome frío, agua no demasiado caliente ni tampoco fría. O puede hacerlo en la misma cama con mucho cuidado. Cuando yo regrese usted tendrá todos los descansos que correspondan. Siéntase en su casa, ella se lo va a decir también. Pero no deje de ayudarla. Un beso en la frente todas las noches. Le gusta dormirse con mis manos entre las suyas. Si no le incomoda por favor sea mis manos cada noche. El velador siempre encendido. Y hay una linternita en el primer cajón de su mesa de luz, junto al pinta labios y al espejito. Le gusta tenerla, por si se corta la luz, aunque no pueda levantarse sola, le da seguridad. Hace honor a su nombre, Xing (Estrella). En el segundo cajón están las cremas, y el perfume, para cada mañana. Duerme bien

Le gusta la lluvia. Cúbrale siempre la espalda, aunque haga calor. No a las corrientes de aire.

Se cansa si está mucho sentada o acostada en la misma posición, adelántese a cambiarla, no olvide por favor los almohadoncitos, está muy delgada y podría lastimarse en un descuido.”

Llueve. Por un momento, Li deja el cuaderno. A través de la ventanilla en la que apoya su cabeza, observa la caída de las gotas pegadas al vidrio, imagina que son caricias. Y más allá, en segundo plano, ve el paisaje, un conjunto de colores borrosos que se esfuma en la distancia.

Cada tanto, cuando el tren aminora la marcha cerca de alguna estación, los campos de arroz. Campesinos con los pies en el agua, sus sombreros como si formaran parte de sus cuerpos, las espaldas dobladas. Son como puentes, piensa, inclinados hacia la buena tierra. Hombres y mujeres, algunas garzas. Y otra vez la vista se nubla, el dibujo se deshace en formas que no existen. Los puentes con sombreros se estiran y son puntos de una recta infinita, o estrellas con almas. Se alargan, hasta hacerse invisibles.

Su respiración empaña el vidrio. Sigue releyendo y agregando notas: “Si necesita dinero o ante cualquier imprevisto, hable con mi jefe en la radio, su tarjeta está en mi habitación en la mesa de luz. Usted dormirá allí. Él está al tanto de todo y podrá asistirla si fuera necesario. Es una buena persona.”

Li ha cuidado mucho su trabajo. Hace un programa de radio desde muy joven, ahora sólo unas horas durante la noche, hasta la madrugada. Comienza una vez que su madre se duerme y vuelve antes de que despierte. Duerme cuando su madre descansa durante el día. Y un poco también en los intervalos de la radio. Necesita el trabajo. Lo que su esposo le envía todos los meses es el ingreso más importante, el precio de estar en el otro extremo de China. Pero la radio ayuda, y sobre todo, es su espacio.

El fotógrafo sentado del otro lado del pasillo en el tren, una fila más adelante, la observa: menuda, absorta en su escritura, concentrada. Trata de leer el título del libro que Li lleva sobre las rodillas, que sobresalen del vestido como dos pequeñas colinas nevadas, finas. Ve la primera letra, no llega a leer el resto, entre la distancia y el movimiento del tren el título se desdibuja, como el paisaje.

Trata de imaginar su voz. ¿Será como la de la mujer de la radio, la que lee los textos de Pearl S. Buck cada noche? Podría tener la voz de un pájaro, fuerte y delicada, piensa. La contempla como se mira aquello que sólo transmite paz. Piensa en tomarle una foto y rápidamente desiste. No se atreve ni a tocar la cámara, podría considerarlo una falta de respeto. Tampoco se anima a pedírselo. De ninguna manera. La mejor foto es la que todavía no has tomado, recuerda. La graba en su retina, cierra los ojos, ahí está. Hace foco. La tiene. Se pregunta hasta qué estación viajará. Él debe seguir hasta la gran muralla, donde tomará unas fotografías para una revista.

La chica no parece una turista. Su traje tan inmaculado como sencillo la envuelve como a un hada, o a una perla. La idea de la belleza deja de ser una idea. La mira cuando puede, discretamente, no quiere incomodarla. Se parece a una flor. Cuando les sirven la infusión, sus manos delicadas levantan la tapa de la taza de té y se confunden con la porcelana. Él agradece que el viaje sea largo.

Ella no lo ve. La lluvia la tiene atrapada junto a la ventana. La noticia sobre el incidente de su esposo fue tan poco clara: “Es grave. Por favor usted debe venir cuanto antes”. Entonces preparó todo, buscó a alguien para cuidar a su madre, partió su corazón en dos como pudo y se hizo como la gran muralla.

Su esposo campesino, accidentado lejos, su madre mayor que ya no podía valerse por sí misma. Ambos necesitaban que los cuidaran. Y no debía desatender su trabajo en la radio: leer poemas, historias, transformarse en viento, en flores, volar a través de la voz. Amaba todo lo que hacía. Desde limpiar su casa, cuidar y atender a su madre, arreglar el jardín, cocinar, esperar a su esposo que trabajaba en los campos distantes. Después de casi un año sin verlo ¿cómo lo encontraría?

Faltaba una estación. No debía olvidarse de entregar a la Sra. Fur Sar Chir el sobre con el dinero y las llaves de la casa, el cuaderno y el libro. Y correr al andén nro. 5 para tomar el tren que la llevaría más lejos aún, a una tierra que nunca había visitado. De donde venía el dinero que las ayudaba a vivir dignamente, donde su esposo era puente reflejado en el agua hasta romperse, en ese suelo tibio y vidrioso, espejo del sol. Y de las estrellas.

De pronto un golpe, un estruendo. Y el mundo sacudido. El tren detenido súbitamente. Ruidos, chillidos.

Cha Luen Tong tomó la cámara como por instinto, y volvió a dejarla colgando de su cuello cuando vio las llamas en el vagón de atrás. En la avalancha de gritos y gente, no lograba verla.

Su rostro estaba ahí, inmóvil, pegado a la ventanilla ahora rota. Blanco y negro. Parecía dormida. Las gotas ahora eran ríos que no dejaban de correr mezclados con vidrios, con hierros y gente que empujaba. La tomó en brazos y la sacó del tren resguardando lo que llevaba encima. Perdió noción del tiempo y del espacio. Recuerda que corrió por las vías con un crisantemo en brazos, la cámara golpeándole la cintura. Corrió la carrera más increíble de su vida, hasta llegar a la estación de Badaling. La apoyó en la primera camilla que encontró disponible. Le indicaron que tuviera sus pertenencias: la cartera pequeña, el libro, el cuaderno, un sobre. Le tomaron los datos para mantenerlo informado. No sabemos, está muy golpeada. Y vio partir la ambulancia llevándola, como a una libélula.

Cha se miró las manos, parecían llenas de pétalos blancos, el amor entre el papel de arroz y la lluvia, pensó. Comenzó a hojear el cuaderno y sintió el perfume de todas las flores impregnado en su ropa. ¿Habría sido un sueño?

Lo invadió la desesperación. Debía encontrar a esa mujer, entregar el mensaje. El andén estaba atestado de gente con valijas, corriendo, llorando, algunos heridos, otros buscando su tren. Todo era confusión. Él estaba bien, iba a poder.

Fur Sar Chir estaba decidida a esperar, pasara lo que pasara, tenía la fuerza de la gran muralla de Badaling. Lo divisó corriendo y algo la impulsó a levantarse. El fotógrafo la vio, grande y quieta, como fuera de la escena. Corrió hasta alcanzarla, tenía que ser ella, la única impasible entre tanta locura.

Cha sintió la lluvia sobre el cuerpo extenuado. Hizo lo que debía hacer. Al entregar el libro a la Sra. Fur Sar Chir llegó a leer el título borroneado: Peonía, de Pearl S. Buck. ¿Sería posible?

Se dio cuenta que no había tomado ninguna fotografía. Cerró los ojos, respiró. Volvió a sentir el perfume y recordó. Su mejor foto, la tenía.

Fur Sar Chir se desplazó con dificultad entre la gente hasta el siguiente andén, esperaría lo necesario hasta poder viajar a Shangai. Allí la esperaba una estrella, Xing. Y el valor de la palabra. El compromiso.

*Los nombres de los personajes de este cuento, Li Yuen Ting, Cha Luen Tong y Fur Sar Chir fueron elegidos en homenaje y agradecimiento a los tres jóvenes guías que con tanta dedicación, respeto y afecto nos acompañaron a descubrir las ciudades de Pekín , Canton y Shangai durante un viaje realizado con mis padres cuando tenía once años (1979). Y en sus nombres, lo dedico a todas las personas con las que nos cruzamos, quienes se asombraban de nuestra fisonomía, vestimenta y de mi cabello rubio. A la belleza de esa gente , de esos paisajes y de la cultura de la lejana y legendaria China.