Camino del puente: De llaves y cerraduras

Fotografía de Jean Dieuzaide en «des clefs et des serrures» images et proses («de llaves y cerraduras» imágenes y prosas), de Michel Tournier.

De llaves y cerraduras

«Lo vas a amar, estarás encantada» me dijeron al presentármelo. No lo sabía entonces, pero era una sentencia.

Nos encontramos una mañana fría en la quietud de la biblioteca.

Haciendo memoria, yo ya lo había visto al pasar, bajo esa luz clara como la de un amanecer sobre la nieve. Evidentemente no lo había mirado bien. Y seguía allí, me era dada una segunda oportunidad.

Ya había pedido dos libros, por lo que pensé que mejor llevaría el tercero recién cuando trajera uno de regreso. Continué con mi trabajo, mirándolo cada tanto, algo me atraía.

Sentía escalofríos, tal vez estaba por enfermarme. Solo deseaba llegar a casa, darme un baño y abrigarme más, llenar la bolsa de agua caliente, prepararme un té con jengibre y miel, y meterme en la cama.

Apagué la luz, bajé el calefactor, verifiqué que no hubiera nada enchufado y que todo quedara en orden. Antes de salir, pasé por al lado suyo. Lo miré de frente: me impactó lo simple. No era al azar, me gustaba porque – a la vez – era todo detalle. No importaba que tuviera la piel raspada. Parecía pintado con acuarelas, se notaba que había permanecido bajo la lluvia o vivido entre humedades. Había vivido. Y me había estado esperando. Más me gustaba. Apenas vi su interior, literalmente, me enamoré.

Todavía dudando completé la ficha, finalmente lo llevaría ¿por qué no? Lo sumergí en el «batifondo» de mi cartera, la antítesis del lugar de paz y orden de donde él venía, poniéndolo a prueba. Tenía tiempo, así que decidí conocerlo.

Me acompañó en algo más de una hora de espera encerrados en el auto antes de buscar a mi hijo en la escuela: devoraba mi almuerzo y el texto a la vez. Había dejado de escuchar la voz del viento, y casi había olvidado el dolor de cuerpo y el malestar.

«Des clefs et des serrures» («De llaves y cerraduras»), el título y el nombre del primer relato, ilustrado con una fotografía de llaves de metal antiguas. Quería quedarme ahí para siempre, explorando la relación de conexión o de “inadecuación” entre llave y cerradura, descubriendo el simbolismo de cada una, pensando en la posibilidad (que no se me había ocurrido nunca) de la llave como un signo de pregunta de metal. Una genialidad.

Cómo imaginar que rostros, libros, cada país extranjero, las obras de arte y las constelaciones podían ser «serrures» (cerraduras), y cada instrumento de música, los viajes, los medios de transporte, «clefs» (llaves), gestos de apertura. La cerradura evocando la idea de «fermeture» (la propiedad de estar cerrada), lo sedentario, lo oscuro, la inscripción a descifrar. La llave, lo luminoso, lo que abre o descubre y expande. Sin bien ni mal.

Rápidamente comencé a clasificar a los seres y objetos conocidos. Lo que había hecho con los libros por la mañana, pero esta vez intuitivamente -como en el amor-.

Mis hijos iban a la columna de llaves, sin duda. El mar, el cielo ¿y mi papá?  Todos llaves. ¿El lago… y yo, cerraduras? Era muy serio quedar de un lado o del otro.

Se escurrieron los minutos entre las palabras como charcos al sol. No podía parar de leer.

Busqué a Matías en la escuela (confirmado: niño llave) que quiso invitar a un amigo, y a otro, y finalmente estábamos los cuatro en el auto que se llenó de voces y energía infantil. Y yo volví a pensar en el momento cada vez más anhelado de entrar a mi casa, calentar el agua, preparar el té, la cama…y seguir con la lectura. Lo necesitaba.

En cada curva de esos dieciocho kilómetros hasta llegar, mi mente seguía separando por clases como si lo hubiera hecho durante toda la vida. Mamá: cerradura, ¿mi hermana? ¿mis hermanos?  Empate.

Entretanto, procesaba toda la información pormenorizada de la hora de Educación física, que llegaba desde el asiento de atrás como un parte a triple y alta voz: las faltas no cobradas por el profesor Mariano, las jugadas, y les dieron un penal, qué mal. Profesor Mariano por decisión del jurado: cerradura (se consideraban distintos atributos para entrar en cada clase).

Había tráfico, la ruta se estiraba. Pasé por la farmacia (pastillas para la garganta e Ibupirac por si acaso, así ya no tendría que volver a salir). La chica que me atendió, seria como siempre -a pesar de mi esfuerzo deseándole una linda tarde con una sonrisa- ingresó automáticamente en la categoría cerradura, junto conmigo y con mamá y uno de mis hermanos, todos por diferentes motivos. ¿Tal vez si nos encontrábamos allí, me reconocería y sonreiría?

El vidrio empañado, la tarde gris como una niebla y un griterío en el auto. Después de mucho tiempo me sorprendió esa sensación en el estómago de “Si vienes a las cuatro de la tarde, entonces comenzaré a esperarte y a ser feliz desde las tres”. ¡Soñaba con seguir leyendo!

Finalmente, estábamos en casa. Llave en mano, bajé con la cartera, y cada niño corrió hacia la puerta con su mochila y vianda entre voces de alegría organizando juegos. Ya casi estaba en mi cama para seguir catalogando. Pero antes, la merienda y después de la ducha hirviente ponerme lana. “Abríguense por favor que está helado” les dije, aunque los niños siempre tienen calor. El frío me pareció cerradura. Ah, el verano: llave. Otoño y primavera, también llaves. La lluvia, misma categoría.

La puerta no abría. Volví a intentar, qué cosa rara, ¿pero es la llave de la cocina o estoy mareada? Llave delgada con puntitos, en cerradura moderna que no tiene espacio para mirar hacia adentro, sí, era.

Relación de inadecuación, ya casi era una experta. ¡Pero si siempre abre! “Por más que fuerces…”

Los chicos alborotados aconsejaban una cosa y otra, intentaron ellos, cada uno. Probé yo otra vez: la llave encajaba, pero no giraba. Espié a través del vidrio de la ventana: ¡llave puesta del lado de adentro, ah! Fallo de primera instancia: todos afuera (por el tipo de cerradura no había manera de empujar para que cayera).

Pensé en mi marido: llave adentro, salió por otra puerta. Cerrado. Veredicto inapelable: este hombre no es llave ni es cerradura. Busqué el teléfono y mientras marcaba su número, justo cuando mis nervios y el cansancio me estaban por transformar en cerradura complicada, lo vi. Un extraño – que ya no lo era -, asomaba desde mi cartera sus finas tipografías blancas sobre el fondo negro, parecía sonreir. No pude no hacer lo mismo. Sí, estaba muerta, pero de risa. Lo demás se había disuelto.

¡Había mutado a llave! No había nada tan terminante entonces, nada «definitivo». Se podía entrar en una categoría, salir y pasar a la otra, ¿todo era un juego?

Los niños planeaban asaltar la casa por la ventana del sótano, o trepar por el techo. Logré convencerlos de que era mejor correr por el parque para entrar en calor. En un rato llegaría mi marido…nos abriría, tal vez tomaríamos el té juntos. A lo mejor hasta podría ingresarlo entre las llaves, pero eso lo vería en otro momento.

Me quedé leyendo hechizada, sentada en el jardín durante un lapso de tiempo que se desdibujó, entre voces de chicos saltarines, sonrientes, despreocupados y felices de la vida. Eran llaves, signos de pregunta, mares, cielos azules. Estrellas.

Una bandada de loros cruzó hacia el oeste por encima de mi cabeza, señal de que la nieve no tardaría en llegar. Nieve… blanco, vacío: entonces llave, creación, infinito. Estaba entendiendo.

Ya no había apuro, ni sentía frío, mientras pudiera seguir leyendo.

Disfrutando del té, viendo nevar desde la ventana con el asombro de las primeras veces – yo también algo distinta de lo que había sido – llegué al final del primer texto de Michel Tournier. Decía así:

“…estos trucos y violencia son culpa del genio malvado que enreda a los nómades de las llaves con la tribu sedentaria de las cerraduras. Se escuchan gritos de un lado al otro… El poeta dijo amargamente ‘Yo amo y soy amado. Sería feliz si se tratase de la misma persona’. Un genio inteligente, se los digo”.

Quedé completamente encantada, viajando de su mano desde mi jardín hasta la bella Arles, tomando algunas fotos de los puentes, recorriendo calles antiguas llenas de arte y de historia. Y entre tantas huellas de belleza, llaves y cerraduras: «Rencontres¨(encuentros).

Dar con la llave que abre las alas. ¿Era posible que la oruga se transformara en mariposa en un abrir y cerrar de páginas? Eso era magia. Volar sobre un gran río, cruzar al otro lado y al fin, ver el mar.

Tiempo después compartí lo ocurrido con quien me lo había presentado, agradeciendo su recomendación. Me dijo: “Es increíble, el poder mágico de los libros. Lo siento, no fue a propósito”. ¡Ja!

Cuando lo recomiende, continuando el hechizo, mencionaré ese dato: el poder mágico de los libros.