Rincones para sentarse a leer una historia: Abuela Azul

Abuela Azul*

Mi abuela tenía los ojos azules. Y una mirada oceánica, de mares italianos que dejaron sus padres buscando horizontes sin saber de oscuridades que vendrían. 

Azul de tristezas padecidas, no contadas, plegadas en su cuerpo. 

¿De qué color son las lágrimas? 

Azul el cielo oscuro sobre el campo sembrado de secretos, donde nació mi padre. Blues de pena, de perder a su hijo durante cincuenta años – perderlo literal: dejar de tener, no hallar -.

Azul, color del infinito inconsolable por ver partir – como si uno fuera poco – también al hijo amado, para siempre. Un doce de agosto.

Casualidad, azar o universo, volver a abrazar al hijo perdido, mi papá, pasados cincuenta años. Un doce de agosto.

Azul de sus venas de hilo celeste calcadas en su piel manteca, amarillo de luna. ¿O eran cicatrices sobre su juventud de porcelana?

Abuela de mar que me arrulla desde que recuerdo. 

Azul naranja de entrar de su mano al Museo Nacional de Bellas Artes, retazo intacto salvado del oleaje del tiempo.

Abuela, color del agua que nos quedábamos mirando brotar y caer como estrellas en la fuente del Congreso, cerca de su departamento. Un edificio de escaleras de mármol veteado, como su piel, sus venas. Su casa tenía un halo de hortensias y agapanthus y jazmines a esa hora del atardecer. Entrar era un perfume azul celeste, un corredor de baldosas para saltar, contar hasta infinito, una galería abierta para cobijarse de la lluvia. Vuelvo a ese pasadizo, lo arranco del naufragio del olvido y entro en su cocina siempre acogedora, poblada de bruma, de vapores.

Ahora entiendo el tono que me cautiva, que me fascina, el color del mundo.

Azul un rayo en sus ojos, grutas, que sonreían con una catarata que venía de antes, de más atrás. En la distancia me pierdo en su mirada taciturna.

Quisiera correr por la vida como si fuera una ruta marcada, pero poder ir al revés, rebobinando. Seguir una pista y estar juntas otra vez visitando el Instituto Nacional Sanmartiniano, adonde me llevaba cada tanto. Allí me regalaron esos libros que -sin saber bien por qué- van conmigo en cada mudanza. ¿Máximas para no perder el camino? 

Me veo niña otra vez, como Ricitos de oro y Anne la de Tejados verdes, y la de Avonlea, todas ellas, ¿por qué me sorprendía que me gustara lo que me obsequiaba? Eran libros, siempre. 

Ancestro acantilado, historia nuestra, cielo constelado. A veces, lluvia torrencial en la tierra cuarteada, otras, llovizna en las flores. Belleza azul. De dónde, de dónde viene este latido. 

No comprendí entonces su emoción al verme con mi primer hijo en brazos, con mi vestido azul.

Abuela, algo me dijiste en ese instante en el parque, no sé si lo entendí. Nos daba el sol. No me animé a indagar, a ir por las curvas de tu memoria, de tus angustias y soledades. No quise acompañarte en los laberintos de la vergüenza, no supe. Fui cobarde en mirar para otro lado. Entonces yo había sido mamá. Trato de entender tu coraje, tu fuerza, tu querer limpiarte el alma. Abuela azul, será que luego de cien años y más de tus pesares, puedo estrecharte ahora, abrazarte de corazón a corazón, intentar sanar ese dolor tan tuyo, disolverlo, hacerlo nuestro. Mirarlo de frente, admirarlo y adonde estés agradecerte que somos y estamos hoy porque fuiste valiente. (“Ser y estar” digo a propósito, en otros idiomas es un solo verbo -a vos te gustaría-).

El reloj me trae de vuelta, y a veces, la trae en sueños celestes, grises, color noche o alba.

Abuela, sueño con perdonar, perdonarnos, dejarnos inundar de claridad. Y verte limpia limpísima, bella preciosa con tus ojos azules y que de tan azul vos te veas blanca como una nieve cayendo suavemente en el jardín, hasta la eternidad.

*dedicado a mi abuela Santa Stivale.