Camino del puente: Mirándome

Mirándome

Te miro. Me miro.
Veo mi vida como una película,
o un libro
con capítulos más cortos,
más largos,
más felices, más sufridos.
Miro con agradecimiento, qué más puedo pedir.
En el trayecto, algunas veces me perdí, ¡te perdí!
hasta que empecé a volver,
a reencontrar la calle de mi casa,
el corazón. Caminando hacia mí.
No fue fácil ni difícil, fue animarme a perder el miedo.
Hubo partes de oscilar, de andar errante.
Y un día, me hicieron una propuesta de cambio laboral
que prometí pensar, y me senté conmigo, cara a cara.
Me parecía que mi vida ya estaba hecha,
y la verdad, entre nosotras,
esa decisión no la pensé, la sentí, la supe desde el comienzo.

Las piezas del rompecabezas más grande y difícil,
aparecieron frente a mí, mezcladas.
Y ocurrió la magia:
un rayo de luz. Me vi, me escuché.
Como el camino de piedras o miguitas
de Hansel y Gretel, o el del libro Corazón
que me leía mi madre.
El sendero se dibujó solo,
cada paso me había llevado hasta allí.
Apareció mi niñez, entre antigüedades, cuadros,
la numismática, las estampillas, las esculturas,
los tapices, los viajes…
El arte japonés, sus jardines, la muralla china,
el Palacio de los niños en Pekín bajo la lluvia,
el Templo del Cielo, calles llenas de gente en bicicleta
mezclados con las iglesias y paisajes del Norte argentino,
con el momento de entrar de la mano de mi abuela
al Museo Nacional de Bellas Artes.
Y todo se acomodaba, como escenas:
el piano de casa, la biblioteca,
la maestra de francés de la primaria,
la pasión por conocer otras culturas y formas de vida,
los idiomas, el estudio,
y mi profesora de Historia del arte en segundo año de la secundaria,
a la que todos juzgaban, le decían “la borracha”
para mí: la mejor, la inolvidable.
De su mano conocí a los grandes maestros
¡que luego me maravillaba reconocer en los posavasos!
Luego mi enamoramiento y añoranza de Florencia,
ver lo estudiado de Roma, Viena, Salzburgo,
los esclavos de Miguel Ángel en el Louvre,
visitar Toledo, Madrid.
Todo encendió ese fuego, sin saberlo.
Me pregunto: cómo no se apagó, si nunca lo atendí.

En mi trabajo, lo que más amaba, eran los espacios de aire,
vinculados con la música, o la literatura, los idiomas, las artes,
fueron el oxígeno que mantuvo esa llama encendida, como pudo.
Y así, con todo a la vista, vi dibujarse el sendero
y sentí el calor del fuego adentro,
me abrasaba. Y me abrazaba fuerte,
con mi ala reparada.
Y no tomé la propuesta de cambio laboral.
Al poco tiempo, con mucho agradecimiento, lo solté.
Tenía que honrar ese fuego.
Empecé a aceptarme,
a hacer lo que amaba hacer,
lo que había venido a hacer.
Agradezco cada paso que me hizo cultivarme
e incluso los que me mostraron que no era el camino.
Cada florecer en el jardín de mi vida,
aprendí a verlo, a sentirlo.
Mis afectos más queridos me apoyaron, gracias a ellos.
Fui feliz, y sigo soñando.
Como leí una vez
era así: no viajo por llegar, viajo por ir.

Te miro, me reconozco, en esa sonrisa con lágrimas en los ojos.
Y recuerdo… ¿Cuál será la mejor foto?, o el mejor poema,
como dijo esa fotógrafa mayor:
la que todavía no he sacado
o el que voy a escribir.
¡Qué lindo verte, qué lindo haberme visto
antes de apagarme!