De sopas de letras y ensaladas
Entro a la verdulería. Mientras espero, recorro con la mirada los cajones, como si fueran pueblos de colores, o un jardín.
Me distraigo, qué lindo es poder ver digo en voz alta. Siento flotar en el aire del verano un aroma que me es familiar. Casi por casualidad, llego a una caja pequeña, llena de frambuesas. Se me empaña la vista de recuerdos. Cierro los ojos un momento. Sólo verlas, nombrarlas o pensarlas, me transporta al momento de cosecharlas: respirar hondo bajo la llovizna, bucear entre las plantas, debajo de las hojas, ásperas, hasta encontrarlas. Tomarlas con cuidado hasta llenar el recipiente. Me costaba, porque no podía dejar de probarlas. Llegar a la cocina con las manos teñidas y la boca pintada, con una sonrisa grande, directo a pesarlas. La cacerola lista con el azúcar para hacer el dulce. La cuchara de madera, revolver durante un tiempo que no podría precisar, pensando solamente en eso -igual que cuando nado-. Y entonces, ser testigo de la alquimia: tener los frascos limpios, pasarles alcohol como una ceremonia. Envasar el dulce lleno de semillas o estrellas en un cielo rojo fucsia, colocar la tapa y dar vuelta el envase para que salga el aire. La mesada de madera poblada de frascos patas para arriba. Al día siguiente las tostadas con manteca y dulce casero. Frambuesa es el sur, es mamá.
Cuando era chica disfrutaba ir a la verdulería. Allí eran únicamente eso, frutas y verduras, pero al llegar a casa, mamá era un hada que les daba vida: cada naranja con su piel porosa se convertía en un mundo con puertas y ventanas, a veces hacía con la cáscara un espiral larguísimo, como el remolino que se forma en el lago. Otras, los gajos se convertían en pequeñas carrozas que se mecían como barcas navegando en mi plato, o eran esferas que exprimía a través de un agujerito pequeño hasta que me salían boqueras. Sentir esas gotitas que saltaban hasta mi nariz, desde la gruesa piel blanca debajo de la cáscara, pescar las semillas y no tragar ninguna, ¡para que no nos creciera un naranjo en la panza! Y esperar con ansias el jugo fresco, recién exprimido, que había que tomar enseguida para que no perdiera las vitaminas, y todos los días para no resfriarnos. Hasta había una novela con su nombre. Naranja es infancia, hogar.
Y los pomelos gigantes partidos a la mitad, como dos mediomundos, o como una luna color de rosa, creciente o menguante -nunca supe cuál era cuál-, a la que cubríamos de azúcar como nieve, durante el desayunoEl ananá fresco, con su coraza de pinches y una corona, o el que venía en lata, un artículo de lujo ¿tanto lío para eso? Pero esas rodajas -que me gustaban como pulseras que nunca pude probarme-, se transformaban en vestidos de bailarina sobre el azúcar quemado en la torta “invertida”, y mamá completaba cada muñeca con guindas que eran caritas lustrosas, y nos dejaba comer una como premio, antes de cortarla en porciones (si habíamos comido bien). Cocinar es magia, hacer soñar. En cuanto a las verduras, a papá le gustaba la radicheta, me parece aún hoy sentir esas hojas que raspaban las manos, y el paladar, como si tocara un reptil. Una amargura que era bueno comer para la sangre y que contrastaba con la dulzura de esos días. Y los rabanitos me parecían pequeños seres muy blanquitos, siempre ruborizados y con unas colas largas para nadar por la ensaladera. Pensaba que ellos hacían los chistes picantes.
¨Frutas y verduras¨, leo en el cartel del negocio sobre cajones llenos de colores. Vuelvo. Siento de pronto en cuerpo y alma ese sol de mucho antes. El que me bañaba en el patio andaluz, el que brilla en todas las fotos de mi infancia. Sigo viajando: sopas, tortas, ensaladas, guisos, aromas, el calor del fuego, el vapor que olía rico, hacer la digestión, mundo de fantasías, Buenas noches, buenos días, como en el teatro cuando actuaba mi hermana. Hermano Sol, hermana Luna…las estrellas que contemplaba tirada en el pasto esas noches de verano esquivando a los sapos, ¡que podían dejarnos ciegos si…!
Me parece escuchar un murmullo que me trae de regreso, sí, me hablan a mí, me tocan el hombro con insistencia: ¡Si usted no va a pedir, pido yo, esto no es una exposición para andar paseando! Trato de responder, pero sigo encandilada. El zumbido de voces alrededor crece, cedo el lugar a la señora, está apurada y nerviosa. Fue bastante brusca, pero está con un niño. Le sonrío. Mientras la atienden, el chico me tira de la pollera y me muestra con una sonrisa enorme, un zapallo con cara de espantapájaros con sombrero. Lo miro, sus ojos irradian luz, como la ventanita del cine donde estaba el señor que pasaba la película. Yo le señalo un ajo al que le faltan dientes, con una patita suelta que parece que caminara. Recorremos varios cajones, nos divertimos, se ríe fuerte y veo que tiene una ventanita, como el ajo, y el cine. La madre pide tranquila y me mira de reojo, ya no tan seria. Se acerca. El nene se endereza y le da la mano. Como a escondidas, gira la cabeza y me saluda con la otra manito, en la que lleva -como si fuera un ramo de flores- un puñado de perejil, como pedíamos antes. ¿Qué va a cocinar hoy señora, qué le doy? La pregunta es para mí, no hay dudas. Me quedo ahí, pienso. Entra un rayo de sol hasta donde estamos. ¿Mire si no parece una cara arrugada y con el cabello enrulado? dice el muchacho sonriendo, mostrándome una lechuga con una hoja marchita, y la saca del cajón. Me sale la voz al fin, algo infantil. Toso, vuelve el tono de grande: Prepararé una ensalada completa, con radicheta y rabanitos que hace tiempo que no como, una sopa de letras y una ensalada de frutas, con algunas frambuesas. Y voy a llevar la carita arrugada, no la tiren.